
Seguramente ante la combinación
de este coctel nos viene a la mente un ron Collins, un mojito cubano o simplemente un daiquirí. No
es así, ni tampoco una fiesta popular, ni asiento taciturno de un
piano bar, celebración familiar o
reunión de amigos.
Entre un portal residencial y una
consulta estaba oculta una lucha
incansable contra la guadaña. La
ocurrencia popular, lo chabacano,
el mal humor, el buen trato y su
gran humanismo, caracterizaba al
Doctor Vicente Iglesias. Querido
por el pueblo saludeño y sintiéndose tan de su terruño, fue incapaz de cobrarle un solo centavo a
los que no podían hacerlo. Iglesias, como todos le llamaban, carecía de autosuficiencia y egocentrismo, pues no permitía a muchos
pobladores escucharle la palabra
doctor.
Quizás algunos de ustedes, los
más antiguos lectores, hagan un sí
con la cabeza y los más jóvenes
como yo, que tuve el placer de
conocerlo de niña, no pudimos
vivir las historias de él. Era un
hombre de pueblo sin quitarle su
status de vida. Curaba, jodía, operaba, peleaba, decía malas palabras. Muchas veces esas cualidades lo dejaban ser mejor médico.
Iglesias miraba ya sus libros con
ojos de ausencia, con mirada
nostálgica de tiempos pasados y
se preguntaba dónde estaban los
lectores. Frunció el entrecejo, resopló y una telaraña salió volando
a través de una persiana ya rota.
Por fin se decidió a ofrecer aquellos materiales llenos de polvo por
la edad, sin sentirse desplazado de
la calidad intelectual que lo estimulaba.
Un tanto sorprendido ante tal visión descubrió un escalón para ver
que existía un discípulo más allá
de las paredes de su interior, las
que fueron testigos de aquella
consulta donde entregó en sus
manos toda su bibliografía a un
saludeño ausente, un servidor
público que se preparaba para
seguir sus huellas: el doctor cirujano Raúl Perez, novísimo estudiante
en ese entonces.
Al fin la diminuta biblioteca sonrió
y se pavoneó con aire de suficiencia, pues Iglesias sabía cuánta
voluntad y seguridad se imponía.
Confió que sus paredes desaliñadas por el tiempo cobraban esplendor y volverían a tomar su
esencia cuando a un solo saludeño
o simplemente al Doctor Vicente
Iglesias ante su lecho de muerte
dijo con modo imperativo: “ese es
el único médico que me puede
tocar. Raulito, como muchos le
llamaban porque la modestia no le
permitía escuchar la palabra doctor, vivió en carne propia lo espiritual, lo maravilloso, lo amargo, lo
lógico y lo humano de Iglesias.
No se equivocó, fue la combinación de la amalgama perfecta
cuando en esa mágica realidad el
estudiante hablando de la gripe y
el Doctor Vicente Iglesias le contestó: “eso se quita con un trago
de ron y un toque de
limón...” [ES]